A treinta años del inicio de la guerra de Malvinas, un repaso por lo que de ella persiste en la ficción argentina y, en menor medida, británica. Desde el pionero Fogwill, que escribió Los pichiciegos contemporáneamente con los hechos, hasta las novedades que irán apareciendo en los próximos meses.
Por Ezequiel Alemian
A pesar de llevarse bastante mal, como si no se entendieran, o quizás por eso, la guerra de Malvinas y la literatura argentina tienen una relación bastante estrecha que se inicia casi durante el conflicto armado. Semanas después de la rendición, Jorge Luis Borges, José Donoso y Enrique Pezzoni premiaron, en un concurso del Círculo de Lectores Primera Línea, un cuento de ciencia ficción de Carlos Gardini que contaba la suerte de una especie de robocop constituido con partes de combatientes mutilados.
A fines de 1983 Fogwill publicó Los pichiciegos, esa novela indispensable que puso en el centro de la escena la dificultad de pensar la guerra desde la literatura como no sea trabajando sobre la forma de hacer literatura. En la contratapa de la primera edición, Fogwill señalaba su voluntad de escribir en contra de “un mismo estilo hipócrita de realizar la guerra y la literatura”. La guerra, la real, parece funcionar como una suerte de detonante que hace que el estado de la literatura se enfrente consigo mismo, con su lenguaje “imaginario”, y con los jingles y las proclamas del Estado.
Lo que cuenta la novela de Fogwill es la creación de un lenguaje, casi desde el principio, desde la nominación, y de su economía: una economía del lenguaje donde el sentido pueda, de alguna manera, comenzar a circular. Los pichiciegos son desertores escondidos bajo tierra que negocian con argentinos e ingleses provisiones que les permitan sobrevivir en las islas. La guerra, en última instancia, para Fogwill, no es Malvinas: es una guerra por el lenguaje, por los modos de escribir.
Veinticinco años después, sobre un terreno ficcional similar (un grupo cerrado de soldados combatiendo en las islas, pero bajo la amenaza de una bomba que pende continuamente sobre ellos, en escenas casi patafísicas), Patricio Pron redoblará la apuesta en Una puta mierda (2007). Aquí la lengua salta por los aires, los referentes se desquician, se extravía la nominación. No hay verosímil. Los verbos pueden elegirse mejor. En la elección de estos verbos está la fascinación que provoca el libro. ¿Cuál es la mecánica, la lógica, la articulación de la guerra? ¿Y cómo la guerra desarticula los relatos?
Pron permite releer a Fogwill. Si éste era la microeconomía de la supervivencia, del trueque y del patrón oro, Pron es la macroeconomía de la guerra contemporánea: es la máquina capitalista financiera funcionando a pleno, desorganizando el sistema de representación.
En Malvinas (2009), Mario Sampaolesi alterna fragmentos de textos correspondientes a tres voces: una comprende hechos reales e imaginarios de combate; otra refiere características físicas de las islas, y la última es la de un soldado que regresa al archipiélago veinte años después.
La atención es parpadeante. No termina de constituirse algo que ya está desapareciendo. Hay un aspecto azaroso en ese parpadeo: lo que apenas se atisba no parece formar parte de ninguna escena significativa, en términos de narración. Las voces no convergen en la construcción de un punto de vista, ni en un cierto relato. “Poema”, lo llama el autor. Lo que queda de ese mosaico de voces son los intersticios que separan los fragmentos, intersticios que en su irreductibilidad evitan la simbolización de una determinada imaginación histórica sobre la guerra. El libro empieza repitiendo: “Malvinas Malvinas Malvinas” y concluye repitiendo “No Malvinas No Malvinas No Malvinas”.
Estos tres libros, y Las islas (1998), de Carlos Gamerro, tal vez sean lo más original que ha hecho la literatura con Malvinas. Las islas es una novela joyceana, salida de sistema, entrópica. Es cierto que tiene una matriz de relato policial y una escena de ciencia ficción de la inmediatez, pero su escritura desborda cualquier limitación de género.
Trata de un ex combatiente devenido hacker que es contratado, en 1992, para encontrar en los archivos de la Side un listado de personas que pueden haber visto un asesinato en unas inmensas torres de vidrios y espejos en Puerto Madero. Para eso diseñará un videojuego que replica el combate por Malvinas, que irá a instalarle a un superior a cuyas órdenes combatió en las islas, y que ahora trabaja en la Secretaría de Inteligencia. Del videojuego se desprenderá un virus que extraerá del sistema la información buscada.
El combate de Malvinas se narra de modos diversos, apelando a estilos o técnicas diferentes: desde el del videojuego hasta un diario del frente. Hay en Las islas una suerte de inflamación lingüística de la narración: largos discursos entre acciones, discursos que se hunden en sueños, en otros discursos, con escritura tejida con expresiones y frases hechas disimuladas, como si la realidad última del relato fuese la realidad infranqueable de las palabras. “La novela no es sólo sobre Malvinas, sino que es principalmente sobre los noventa”, señaló Gamerro.
En general, más allá de la literatura, una misma cadena vertebra la interpretación histórica de lo que fue el enfrentamiento de Malvinas: ve su origen en la dictadura militar, su herencia en la “democracia de la derrota” y su reemergencia en el menemismo.
Al respecto, el historiador Federico Lorenz (autor de la recientemente aparecida Montoneros o la ballena blanca) señalaba en una entrevista que mientras Malvinas “siga siendo el instrumento mediante el cual lo más rancio de la derecha y la recuperación de la dictadura tengan la posibilidad de decir algo, todo lo que hagamos con Malvinas va a estar viciado de origen. Malvinas tiene que dejar de oler a derecha, hacia donde se ha corrido por abandono del campo. Hay que volver a disputar el campo”.
Probablemente, el malestar que trasluce la literatura sobre Malvinas tenga que ver tanto con el drama histórico que nunca parece terminar de estar “correctamente” planteado como con la dificultad que encuentra la misma literatura para asumir y narrar ese trauma. También puede pensarse que ambas cosas en realidad son lo mismo.
Al cumplirse estos días tres décadas de la recuperación temporal del archipiélago, han aparecido en librerías varios textos que regresan el tema (ver Más islas y otras islas).
Trasfondo, una novela de Patricia Ratto, relata la vida cotidiana de los tripulantes de un submarino que durante cuarenta días navega por la zona de las islas sin un objetivo definido, con un motor menos, sin radar de tiro, con un lanzador de torpedos inutilizado y cartas de navegación defectuosas. Durante ese tiempo, el aparato permanece sumergido; a través de breves comunicaciones con la base, de emisiones que captan de radio Colonia, a los marineros les llegan retazos de información de lo que sucede afuera: el hundimiento del General Belgrano, la lucha en tierra. El submarino es “un puro oído internándose en un laberinto de ecos y rumores”, escribe Ratto. La escritura de la novela es precisa, contenida, pareja. Pero también distante, impasible. Bien podría ser una bitácora de viaje. Es un aspecto, el libro es una apasionante fenomenología de la espera.
Naturalmente tiende a pensarse que quien narra es uno de los tripulantes. Sin embargo, él, que nombra a todos los demás, nunca es nombrado por los otros, con quienes no se habla. Escucha lo que los demás están por decir pero no dicen. Sus botas las conserva un compañero y pasa mucho tiempo durmiendo en su cucheta. Hechos y pensamientos se le confunden. En algún momento tuvo un accidente y permaneció internado. Lo real y lo imaginario se mezclan deslizándose hacia lo onírico. Una pesadilla.
“La memoria se le llena de agujeros”, dice el narrador. Una tarde les ordenan regresar. “¿Se puede regresar a donde no se recuerda?”, se pregunta. Por la precisión de sus reconstrucciones, Trasfondo podría pasar también por ser una suerte de periodismo ficción. Sin embargo, el narrador es alguien que permanecerá a bordo del submarino vacío cuando todos se vayan.
Este narrador fantasma es también el fantasma de la narración: el trauma del cual no se puede hablar pero desde el cual se habla. Si cada texto es también respuesta a su época, Trasfondo podría ser la novela que delata la transformación de la guerra de Malvinas en una experiencia fantasmática.
En Segunda vida, Guillermo Orsi cuenta la historia de un grupo de ex combatientes contratados para apropiarse de la recaudación que una cooperativa de chacareros pondrá en manos de un financista para que éste, en plena crisis de 2001, la transforme en dólares y fugue al exterior. Es un policial negro, aunque de trama casi folletinesca, por la velocidad y la facilidad con que se producen abruptos cambios argumentales.
Hay una potencia oscura, confusa, real, un malestar arltiano, si se quiere, en Segunda vida. Es el malestar de los personajes y el de la escritura, ubicándose casi por fuera de lo literario. Hay mucho de “impropio”, de “incorrecto”, en lo que escribe Orsi. Como si la literatura no permitiera expresar “la voz” de los ex combatientes.
Es que lo que viene a exhibir Orsi: esa “impropiedad” que significa la presencia conflictiva de los ex combatientes, su forma de pensar, de hablar. Probablemente el principal mérito de esta novela resida precisamente en la incomodidad que provoca.
Como si rechazarla o relativizarla en términos literarios fuese en un punto equivalente al rechazo y la marginación social que sufren los ex combatientes. ¿Habrá acaso alguna relación entre guerra y literaturas altas y bajas?
Segunda vida argumenta la continuidad de la guerra: la “patria” que llevó a los combatientes a las islas es la misma que se ha enriquecido con la convertibilidad; los colimbas de entonces, veinte años después son los habitantes de la Villa 31.
Graciela Speranza escribió que si hay una épica posible en el relato de una guerra, no es materia de ficción sino del testimonio.
“Sostengamos el pulso/ hasta que/el viaje termine.” Han pasado 27 años del fin de la guerra de Malvinas y Hugo Sánchez, un ex combatiente, ha vuelto a las islas. Allí escribe una serie de poemas, editados estos días bajo el título de Brilla tú, borracho loco. Los poemas pueden leerse como un diario de su regreso. Los lugares de enfrentamiento, el cementerio de combatientes, pero también la taberna, el hotel donde para, el supermercado donde compra. Todos hablan el mismo idioma, “para no entenderse”, pero el alcohol es “un idioma universal”.
Sostener el pulso significa no dejarse desbordar por el sentimentalismo ni por los discursos sociales sobre Malvinas. “Los lugares no existen donde estás/sino con quien estás”, escribe. A Sánchez no le interesa la literatura y todo lo que se discute le parece una estupidez. Para él, la guerra se terminó.
Otros textos de ficción importantes que narran o aluden a la guerra de Malvinas son las novelas Banderas en los balcones (1994), de Daniel Ares; Kelper (1999), de Raúl Vieytes; Cuando te vi caer (2008), de Sebastián Basualdo; Guerra conyugal (1997), de Edgardo Russo, y los cuentos El aprendiz de brujo (1991), de Rodrigo Fresán; El desertor (1993), de Marcelo Eckhardt; Memorandum Almazán (1991), de Juan Forn; El amor de Inglaterra (1993), de Daniel Guebel; y La flor azteca (1997), de Gustavo Nielsen. Escrito, según señaló Lorenz, “con la naturalidad de Tim O’Brien y la parquedad de Ungaretti”, Malvinas (2007), de Gustavo Caso Rosendi, es otro interesante libro de poemas escrito por un ex combatiente.