Tuvimos alguna vez a uno que sí les ganó a los ingleses. Pero lo fusilaron los patriotas de la revolución en agosto de 1810. Santiago de Liniers tiene calle, barrio, club, y hasta una empresa de transportes que llevan su nombre. Ignoro si en otros países se verifican muchos casos así: el de un opositor declarado de la independencia nacional que merezca no obstante homenajes tan sentidos como inapelables. Y es que supo ser nada menos que el vencedor de los ingleses. Supo serlo dos veces: cuando entraron, en 1806, y cuando no consiguieron entrar, en 1807.
El sueño de los argentinos es que hubo Argentina desde siempre. Y eso incluiría a Liniers. ¿Y por qué no pensar que hay en él una cifra posible de lo argentino, que una fórmula posible de lo argentino pudiese ser ésa: la de un francés que pelea por España en contra de los ingleses y acaba fulminado a manos de patriotas?
La causa de las Malvinas impulsa una esencia y a la vez la presupone. La figura de Liniers podría servir para contrarrestar esa clase de vehemencias: ni tales esencias ni tanto patriotismo. A base de identidades mezcladas, inciertas, inestable, escribió Fogwill Los pichiciegos o Patricio Pron Una puta mierda. A fuerza de parodiar los ritos y los credos patrios escribió Carlos Gamerro Las islas. Con climas de visiones oníricas escribió Trasfondo Patricia Ratto. En esas novelas hay una verdad sobre la guerra que ningún relato de reivindicación soberana podría alcanzar: la del absurdo y del sinsentido, del disparate y de la pura ficción, del mal sueño y de su peor despertar. Basta con cambiar el género narrativo, como lo han hecho esos novelistas, y pasar de la epopeya a la farsa, para desprenderse de los protocolos de la liturgia nacionalista y dar con una versión alternativa que sería, según creo, un gran error desatender.