22 de Febrero de 2009 | La Capital, de Mar del Plata |
LA NARRACIÓN COMO BÚSQUEDA |
“El viejo, el carro, los perros, el chico y la rosa, dibujan en la calle una azarosa coreografía del momento” (Patricia Ratto, “Flor” Cap. IX, Nudos, Adriana Hidalgo Editora, 2008) Nudos es la segunda novela de Patricia Ratto. A partir de Roxana, trabajadora social del Barrio El Gallo, se narra una trama de vínculos entre los personajes de un Tandil imaginario, más acá y más allá de una frontera, más acá y más allá de lo real. En una pausa de su relectura viene en Canal 7, como un raro mensaje, la película Prisioneros de una noche (1960) de David José Kohon (1929-2004), con María Vaner, Alfredo Alcón y Osvaldo Terranova, y música de Astor Piazzolla, y de Aníbal Troilo. Novela y película se vinculan y abren un espacio. De pronto todo desaparece llevado por las imágenes del libro y por ese Buenos Aires, escenario de dos soledades destinadas al solo encuentro de una noche de sábado que, en esa sensación fatalista que preside la película, van de uno a otro lugar de la atestada ciudad como buscando un punto de fuga, pero no lo hay. En Nudos hay puntos de fuga, en ese Tandil dividido por la ruta, en esas soledades marcadas por alarmas, límites, perros, pájaros y silencios. Las soledades, a veces son traspuestas y en ocasiones atravesadas mágicamente. El testimonio del propio David José Kohon parece aplicable a la novela: El director, de 28 años entonces, contaba que Carlos Latorre, poeta surrealista vinculado a Enrique Molina y Olga Orozco que se ganaba la vida escribiendo radioteatros, había ganado un concurso de guiones, y tenía la oportunidad de hacer producir el suyo, que finalmente terminaron produciendo ellos, con un último crédito concedido por el Instituto Nacional de Cinematografía. Kohon tenía un guión muy preciso, y eran muy precisas también sus ideas, pero las circunstancias de verse en la calle rodando, o ante el desafío de hacerlo a bordo de un tren, constituyeron experiencias muy distintas a lo previsto. Aquel primer día en la pausa para el almuerzo la encrucijada era comer o renunciar. Tenía hambre, cuenta, decidió comer y luego siguió. Ayudado por Aníbal di Salvo, director de fotografía, optó por abandonarse a su inspiración, pero al terminarla la película le pareció espantosa. Probablemente una novela también sea escrita porque es imposible dejar de escribirla, o porque algo distrae, momentáneamente, de la imposibilidad de hacerlo y entonces viene el momento en que las cosas simplemente aparecen. Filiación Un resultado, un nacimiento, la anécdota de un origen, y una idea: la obra como desafío, irrupción de dificultades inesperadas y confluencia entre una intención y un modo de decirla, para terminar en el hallazgo de uno que es ese y ningún otro posible. La creación es, de esta manera, lo que instala sus procedimientos y genera su forma. La novela no puede surgir simplemente de un proceso de escritura, sino que debe ser ese proceso. Escribir una novela es abrir una reflexión sobre el género. En Prisioneros de una noche, en una galería de vividores y marginales, dos seres buscan quebrar ese destino; pero es ese propósito el que se quiebra, y la película termina con la voz de uno de los personajes proclamando esa liberación que el espectador sabe que no se producirá. En Nudos las soledades también se cruzan y obedecen a un designio, pero de algún modo pueden rasgar el tejido y cruzar a otra zona. Patricia Ratto (como Kohon las imágenes) trabajó su lenguaje. Lo redujo al mínimo, pero dejó las inflexiones, las particularidades del habla y al hacerlo produjo una obra que parte de una propuesta y se expande en la lectura. No es necesario pedir a las palabras que lo digan todo sino que den cuenta de los puntos que hacen que podamos construir ese todo. Las palabras van hasta un umbral que sólo la lectura puede trasponer, para extraer de ellas el sentido latente de lo que no dijeron. Me viene a la memoria un poema de Federico Peltzer titulado El picapedrero. Como el picapedrero el escritor cincela, reduce las aristas, pule las imperfecciones y talla las palabras hasta obtener una forma pura, aquella a la que ya no puede quitársele nada. Las palabras resuenan en niveles del habla. Cada personaje tiene las suyas y de cada uno podemos imaginar su voz con inflexiones coloquiales, pero en función literaria. El estilo es hacer que una voz resulte creíble como voz pero que sea discurso y trabaje en el texto, despojada de accidentes. Atar al mundo “Todo está siempre a la espera de que una vez más se lo ate al mundo” dice el verso de Yves Bonnefoy, el gran poeta francés, que sirve de epígrafe a Nudos, y que de algún modo la expresa. Una de las entrevistas a la escritora recuerda el conocido ensayo de Beatriz Sarlo sobre Los pichiciegos, de Fogwill: el relato de la guerra es el de las acciones mínimas y cotidianas necesarias no para vivir sino para sobrevivir. Acciones pequeñas, desoladas, y muchas veces crueles, pero siempre significativas. La novela centrada en una villa (el “Barrio el Gallo”) y en algunos de sus habitantes de más allá de la ruta, toma también la vida de habitantes del barrio cercano al parque, y de los puestos de la estación de trenes. Como vectores los remises van y vienen, igual que los mates, de uno a otro mundo y de las manos de uno a otro habitante. Unen y separan. Los nudos que cada personaje lleva adentro (Roxana, la trabajadora social, Manuel, el veterano de guerra, el Chiro, habitante de La acción se retrotrae ante un rosario de caracoles que cuelga del espejo de un remís a las niñas que hacían rosarios de hilo con nudos para los soldados que peleaban en las Malvinas. La novela va armándose en estas voces y secuencias que fragmentan el punto de vista, y encajan sus piezas armando entre ellas un mundo. Hay búsquedas de seres perdidos, y hay presencias mágicas. Todas cruzan el dolor pero afirman un horizonte de esperanza. A diferencia de la película no adopta un tono realista, y despliega símbolos. Denotan a aquello que no puede ser advertido en la realidad. El museo visto por El Chiro, quien ha ido allí para comer sandwiches de miga, es una lectura, rica y vívida, desde fuera de los códigos de la cultura, e instala una visión paradojal: de ajenidad, deslumbramiento, e identificación. El trabajo estilístico no está centrado en sí mismo. La técnica de una novela es la que, como a la música, la hace respirar; pero una novela no se reduce a sus recursos. Igual que en la historia de Latorre, filmada por Kohon, en que dos personajes buscan atarse al mundo, los de Nudos discurren en los suyos y cada uno guarda un centro no dicho, algo no resuelto que lo vuelve sobre sí mismo, sobre sus acciones cotidianas: de uno y otro lado, los personajes viven a partir de algo que se salvo de un lejano desastre, un naufragio apenas aludido en algunas acciones, como aquellas con que está escrita Los pichiciegos. En Prisioneros de una noche también hay varios mundos superpuestos en capas: la ciudad, la multitud indiferente, los inaccesibles negocios, los sujetos temibles, pero los únicos mundos individuales que buscan atarse a ellos mismos y a ese otro de la multitud, no podrán hacerlo. Nudos, en cambio, transcurre siempre durante el día. Hay claridad afuera pero oscuridad adentro. Las únicas escenas nocturnas tienen que ver con un territorio propio, uno mágico y otro de pura crueldad: El Chiro (llamado Juan Martín, apodado Chirola, y luego Chiro, en una designación que va disgregándose) se refugia en una casilla de gas abandonada para leer, y la luz de una luna llena se filtra por las angostas aberturas horizontales de la puerta, marcando una trayectoria que es como un signo indescifrable. En otra noche hay un accidente en la chatarrería de los Rodríguez, en que sucede un milagro, y en otra caen, de manera despiadada y siniestra, cuerpos al río. Mundos paralelos y divisiones En la formulación novelística los cactus, como muchas personas, pueden resistir las condiciones más adversas, pero el texto finaliza con uno que florece: “…Pachycereus marginatus, marginado, el Chiro es también un cactus que a pesar de todo da sus flores, Cactus Saguaro, sobrevivientes, dijo Dora, Rhipsalis, se adaptan a las peores condiciones, Chumbera o Nopal, como algunos de nosotros…” (Cap. VIII, “Perros” pág.164). Perros y pájaros (no los hay en Prisioneros de una noche, despojada de toda presencia entrañable y de toda adherencia a la que aferrarse, no son sólo auxiliares. No se constituyen como personajes, desde el punto de vista de la naturaleza de la obra, ya que no hablan. Pero sí lo son porque portan acciones y trabajan en el texto, ya cercando, como las alarmas, el mundo de los personajes (el Pitbull, el Bull Terrier) o siguiendo su destino incierto: el perro de las islas, el Berganza, del Chiro. Cumplen esa función pero no se agotan en ella: conocen la vida de sus dueños, advierten otras presencias, y paralelamente viven su propia vida, imperceptible para los humanos: ellos no buscan atarse al mundo, no lo necesitan. Incluso el Berganza tiene un mundo: el de la casilla de tubos de gas (no importa de qué mundos se trata sino lo que implican). Son los humanos quienes están –a veces sin saberlo- a la deriva y buscan llegar a una orilla, permanecer aferrados a aquella en la que están, por más estrecha que sea, o pensar que porque se trata de una casa lujosa, todo en ella es respetable. Para los perros, como para los humanos, un tejido de costumbres termina siendo una imagen del mundo. Probablemente no haya ninguna otra novela con un registro similar: el viejo y los perros pasan una y otra vez. Su territorio es la calle y existe una paz en ese tránsito: “Por la calle que pasa frente al parque el viejo del changuito y la barba gris cuasi azul avanza rodeado por sus perros. Elmer aúlla desde el otro lado de la reja. También los pájaros, caranchos en las islas, chimangos volando en círculos, y benteveos en el jardín, son indicadores de lo terrible y del raro instante de plenitud. La zona inexplicable Aunque sus recursos parezcan propios del realismo Nudos, del mismo modo que Dodes ‘Ka- Den (1970) de Akira Kurosawa, no es una obra realista sobre un barrio marginal. Igual que en la película, hay una dicha invisible e incomprensible en la fealdad, en este caso, en la casilla del Chiro o en la chatarrería de los Rodriguez, donde se celebra una alegre fiesta: el mundo del otro lado de la ruta no es un mundo clausurado, sino justamente aquel al cual el milagro elige iluminar. Lo hace en la extraña comunicación entre El Chiro y Marisa, la niña autista, el despertador que suena solo, la lectura, el habla, la audición y los dibujos extraños, que discurren en una zona indescifrable, y las razones aportadas por el texto, deliberadamente, no alcanzan para dar cuenta de lo que sucede. En Prisioneros de una noche la realidad es un cerco, y las vallas son infranqueables. Siempre debe haber algo experimental en la novela, pero no es posible reducirla a un experimento. En todo caso, se trata de una exploración formal sin la cual el género se estandariza y al hacerlo pierde la posibilidad de generar lecturas. Si la tiene podrán pasar los años y siempre habrá un mensaje nuevo. Si no la tiene, será simplemente el resultado de un proceso conocido. En un caso habrá una creación y en otro, uno de los tantos productos que la industria pone allí, haciendo las veces de arte. Eduardo Balestena ebalestena@yahoo.com.ar |