25 de Febrero de 2014 | Blog de Eterna Cadencia
La autora de Pequeños hombres blancos, Nudos y Trasfondo (Adriana Hidalgo) e invitada al Filba Nacional 2014 que se llevará a cabo en Azul responde nuestro cuestionario a escritores.
9 preguntas a Patricia Ratto

Continuamos con nuestro cuestionario de nueve preguntas a escritores. En esta oportunidad responde Patricia Ratto, escritora y docente de literatura.

1. ¿Qué autor joven recomendás y por qué?
No podría recomendar sólo a uno, hay viarios que me gustan (y varios cuya lectura tengo todavía pendiente). Entre los que leí y me gustaron están: Mariana Dimópulos, Fernanda García Lao, Hernán Ronsino, Matías Capelli, Patricio Pron, Guillermo del Zotto, Jotaele Andrade. Las razones, en general, y para todos, son las más sencillas: me gusta lo que escriben, logran arrancarme un “¡pero mirá qué bueno esto!”, cada uno con su sello, sus particularidades, me parecen voces originales, con un trabajo de escritura cuidado, bellamente osado en algunos casos (por el lado de Lao). Pero la razón fundamental es que disfruto leyéndolos, me sorprenden, me desafían, me conmueven (en el sentido de que me mueven del status quo en que estoy cuando arranco la lectura), me hacen pensar sobre literatura, sobre el arte de escribir…

2. ¿Qué canción deberían poner en tu velatorio?
Voy y le cuento a mi hijo Santiago, que tiene 20 años, estudia en La Plata, y está ahora de vacaciones en nuestra casa, en Tandil, Santi, mirá la pregunta que me hacen para una entrevista. Lee, me mira, se ríe. Se supone que en mi velorio voy a estar bien muerta, le digo, así que no te voy a andar atormentando con una canción que supongo yo no voy a escuchar. ¿Vos que música me pondrías? Se queda pensando, me contesta: “Sólo estoy sobreviviendo” del cuarteto de Nos. La conozco, la he escuchado cuando él la escucha, de pronto me divierte el juego que hace el “sobreviviendo” (con ese gerundio tan continuador) mientras me imagino muerta, tan definitivamente quietita en el cajón. Me río, está buena le digo, ¡pero que ese día venga con picada de salamín y queso para todos! Sí, claro, dice mientras sonríe. Tiene la sonrisa más linda del mundo. Nos abrazamos.

3. ¿Cuántas horas por día leés?
No sé cuántas, pero sí sé que son muchas. Por distintas razones: por trabajo (soy docente en un profesorado, doy también talleres de escritura), por elección, por obligación, por deseo, por curiosidad, por pura casualidad. Leo de todo, libros, artículos, mails, noticias, comunicaciones de Facebook, trabajos que corrijo. Y tengo la costumbre de leer simultáneamente varias cosas: ahora, por ejemplo, hoy mismo: leo la primera de las varias clases que Cortázar dio en Berkeley y releo dos cuentos de Cortázar (“Reunión” y “Las babas del diablo”, porque los analiza en esa primera clase), es material que voy a trabajar en mis talleres; también estoy leyendo una serie de documentos sobre escritura académica que quiero enviarle, como material de estudio, a docentes de la escuela en la que soy Jefa de Departamento; por otra parte en estos días leo “Corrección”, una novela de Thomas Bernhard que a su vez me ha llevado a emprender la lectura de un libro sobre la vida de Witgenstein; y recién acabo de leer en Facebook una nota que Fabián Soberón le hizo a Eduardo Lalo sobre “Simone”, una novela que me regalaron y hace un par de semanas terminé de leer.

4. ¿Cuándo definís que un libro (o una novela o un cuento) está terminado?
Uy, nunca, jaja. Hay una primera etapa que transcurre mucho en la cabeza, luego la puesta en texto, ir y venir, releer, escribir hasta poner, tras la última palabra, un provisorio punto final (demasiado provisorio sería más preciso). Pero ahí no termina la cosa, pues viene un intenso periodo de revisión y corrección, que es a la vez destrucción y reconstrucción de lo escrito, en suma, también escritura. En algún momento decido que “por ahora ya está” y le pido a algún amigo escritor que lea el borrador y me haga sus críticas, tras esa lectura vienen seguramente nuevas correcciones. Después el texto va al editor, que -si decide publicarlo- probablemente haga algunos señalamientos que ayuden a mejorar la obra, así que nuevas correcciones; luego va al corrector, que seguro algo más va a señalar, y nuevas correcciones. Luego va a la imprenta, se publica, llega a los lectores, a los críticos, y ahí aparecen nuevas miradas sobre lo escrito, y la propia nueva lectura, y pasa el tiempo y entonces aparecen cosas que me tendría ganas de modificar… y así y así y así.

5. ¿Cuál es tu mejor defecto?
Uy, difícil pensar en las bondades de los defectos, sobre todo porque el defecto es imperfección, falta, carencia de alguna cualidad. Sin embargo, en mi caso creo que el defecto (y estoy eligiendo sólo uno) viene por exceso: soy perfeccionista. Es decir, quiero que todo lo que hago salga lo mejor posible, nunca me quedo del todo conforme con lo realizado, y siempre termino pensando que podría haber estado mejor. Eso es, en verdad, más que incómodo para los que me rodean y agotador para mí. Claro que también ese cuidado en lo que hago me ha traído y me trae satisfacciones, logros. Como sea, con el paso de los años voy bajando la autoexigencia y encontrando un poco más el equilibrio. Para algo sirve, a veces, ir madurando (por no decir “poniéndose viejo”).

6. ¿Cómo es tu idea de felicidad absoluta?
Naaaa, ¿felicidad absoluta? Lo absoluto es lo que no está sujeto a nada, no sé entonces como sería una felicidad en sí misma, que no responda a nada ni a nadie. No la veo, no la veo, será que no soy partidaria de ningún absolutismo. Lo que se me ocurre con respecto a la felicidad está siempre ligado a los otros: momentos felices, encuentros felices, felices permanencias, felices intermitencias, titilaciones, cintilaciones (por usar una palabra que le gustaba mucho a Saer), reverberancias, vibraciones, oscilaciones, destellos, fulguraciones, chin, pum, zas, fiuuuuuuu.

7. ¿Qué película basada en un libro recomendás?
Un clásico del cine, para ver y volver a ver, basado en un clásico de la literatura, para leer y releer una y otra vez. Estoy hablando de “Apocalipsis Now” de Francis Ford Coppola y de “El corazón de las tinieblas” de Joseph Conrad.
Creo que es excelente la lectura que Coppola hace de la obra de Conrad, y la manera en que lleva la palabra, el lenguaje escrito, a la imagen.
En realidad, suele sucederme, cuando ya he leído el libro, que el sentimiento que me produce ver luego la película es de decepción. Sin embargo, en este caso, creo que la película dialoga inteligentemente con la novela de Conrad hasta el punto de enriquecerla. Un detalle de la película que me fascinó, por ejemplo, fue descubrir esos libros que Kurtz tiene sobre la mesa y se ven como al descuido: “La rama dorada” de Frazer y “Los hombres huecos” de Eliot cuyo epígrafe se compone justamente con las palabras de Marlow en “El corazón de las tinieblas”, y las de Kurtz en “Apocalipsis”: El horror, el horror. Detalles sutiles como ese del diálogo entre obras, hacen de esta película una gran película. No basta con verla una vez. (Se nota que soy fan, ¿no?)

8. ¿Qué libro robaste? (En el sentido que quieras tomar la palabra “robar”)
Era muy chica, iba asiduamente a una biblioteca que quedaba a cuatro cuadras de mi casa, y me gustaba elegir mis lecturas no sólo por recomendaciones sino por puro instinto. La bibliotecaria me dejaba pasar del otro lado del mostrador, que para mí en ese momento era algo así como La Gran Muralla China, y hurguetear entre los tomos prolijamente alineados. Así fue que me encontré con “El juguete rabioso” de Roberto Arlt y le pedí que me lo anotara en la ficha de préstamos para llevármelo a casa y leerlo. Puso cara de pena, me miró y me dijo: “Pero es un libro para más grandes, no es para vos” (no sé si me acarició la cabeza pero si escribiera esta escena pondría que me acarició la cabeza). Yo tenía 8 años, había algo en ese título que, a mi juicio, prometía grandes momentos, y era terca además. Así que insistí e insistí, y finalmente accedió a prestármelo. Corrí hasta casa, me saqué los zapatos, me acurruqué en el sillón y empecé a leerlo, entendía poco, pero había ahí un desafío. Lo dejé, lo volví a agarrar y seguí leyendo como pude hasta que llegué al robo del libro adentro del libro: ¡guau!, ¡fascinación! A la semana siguiente le dije a la bibliotecaria que lo había perdido. Iba a una escuela católica, me habían inculcado que robar estaba mal, y mentir también, pero, bueno… una mentira piadosa, piedad para la niña ladrona. Varios años después dije que lo había encontrado y lo devolví.
 

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